25 diciembre, 2019

Carta del Párroco:

Apenas se acercan las fechas navideñas, nuestras calles se llenan de luces, estrellas, árboles navideños, belenes. En muchas casas se sacan con cuidado las piezas del nacimiento y se adorna el hogar con toda clase de motivos navideños.

Pocas veces nuestra sociedad adquiere un carácter ornamental tan intenso y festivo. Y sin embargo, ¿qué se encierra tras todos estos símbolos entrañables? ¿Qué lee el hombre actual en esos signos?

Se iluminan las ciudades con toda clase de luces y se encienden los cirios navideños en los hogares, pero apenas le recuerdan a nadie a Aquel que es la Luz del mundo, el que ha venido a iluminar las tinieblas de nuestra existencia.

Las calles se llenan de estrellas, pero, ¿ a cuántos les orientan hacia aquel portal de Belén en el que nació el Salvador de la humanidad?

Se colocan árboles de Navidad en las plazas y en los rincones de los hogares, pero, ¿quién se detiene a pensar que ese árbol simboliza a Jesucristo, el Árbol de la Vida, el Mesías que trae nueva savia a los hombres? ¿Quién recuerda que ese árbol, lleno de luces y regalos, es símbolo de Cristo, portador de luz y gracia para todos nosotros?

Pero, sobre todo, ¿quién se detiene a contemplar con fe el misterio que se encierra en un Belén por modesta que sea su construcción.

Francisco de Asís inició la costumbre de montar el Belén movido por el deseo de hacer más presente y real el misterio de la Encarnación, experimentar directamente la alegría del nacimiento de Dios y comunicar esa alegría a los amigos.

Cuenta Tomás de Celano, su primer biógrafo, que Francisco contemplaba con alegría indescriptible el misterio de Belén. «Afirmaba que ésta era la fiesta de las fiestas, pues en ese día Dios se hizo niño y se alimentó de leche del pecho de su madre, lo mismo que los demás niños. Francisco abrazaba con delicadeza y devoción las imágenes que representaban al Niño Jesús y lleno de afecto y compasión, como los niños, susurraba palabras de cariño».
Son muchos, sin duda, los factores que nos han hecho ciegos para leer los símbolos navideños y detenernos ante ese Niño en el que no somos ya capaces de percibir nada grande.

Por eso, tal vez, la manera más auténtica de vivir nosotros la Navidad sea empezar por pedir a Dios esa sencillez y simplicidad de corazón que sabe descubrir en el fondo de estas fiestas a un Dios entrañable y cercano.