3 noviembre, 2019

Carta del Párroco:

Una de las enfermedades más graves de nuestro tiempo es, sin duda, la pérdida de sentido. Ese «vacío existencial» del que habla V. Frankl y que padecen no pocas personas, incapaces de dar un sentido global a su existencia.

Esta incapacidad para dar sentido a la vida hace que la persona se sienta mal. Quien no encuentra razones para vivir, no puede ser feliz. Esa falta de sentido es fuente de descontento y malestar. La razón es sencilla pero profunda: lo que más anhela el ser humano no es placer, éxito o poder, sino sentido.

Explicando este hecho, no siempre percibido por el hombre de la calle, el mismo V. Frankl, en su conocido estudio «El hombre doliente», hace una afirmación altamente clarificadora: «Lo que el ser humano quiere realmente no es la felicidad en sí, sino un fundamento para ser feliz. Una vez sentado este fundamento, la felicidad o el placer surgen espontáneamente. » Al que vive sin sentido le falta precisamente «el fundamento de la felicidad».

No es fácil precisar en qué puede consistir exactamente «el sentido de la vida». Sin duda, lo primero que necesita el individuo es captar el objetivo último de su vida; saber hacia dónde camina. La persona que puede orientar su vivir diario, sus esfuerzos y proyectos hacia una meta, aprende a vivir con personalidad. Tiene razones para vivir.

Pero esto no basta. La persona necesita, además conocer cuál es la tarea que ha de realizar en la vida. No se puede ser feliz de cualquier manera. Hay que acertar en lo importante; saber qué se ha de hacer para vivir con acierto. La persona que tiene esa referencia ética, aprende a vivir con responsabilidad. Puede ir respondiendo de forma humana a las diversas situaciones y conflictos de la existencia.

El ser humano aspira, además, a encontrar una solución última a su finitud. Quiere saber si puede confiar en algo o en alguien que responda a ese anhelo de felicidad y vida eterna que anida en el corazón del hombre. La persona animada por esta confianza puede enfrentarse con esperanza a los problemas de la vida y al misterio de la muerte.

Son muchas las personas que viven hoy cogidas por mil cosas, pero sin cuidar en sus vidas «lo importante». Se interesan por todo lo que puede satisfacer su sed inmediata de felicidad, pero nunca se ocupan de lo esencial. Pueden terminar echándose a perder y arruinando su vida.

La fe cristiana no es una receta de felicidad barata ni dispensa a la persona de los conflictos y sufrimientos de la existencia, pero ofrece la posibilidad de encontrar sentido último a la vida. Y esto es fundamento indispensable para vivir de forma sana, responsable y esperanzada. Quien se encuentra con Cristo experimenta la verdad de esas palabras que Jesús dirige a Zaqueo, después de haber salvado su desquiciada vida: «El Hijo del Hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido

Pbro. Luis Fernando Sotelo Anaya