Soledades, nosotros y Dios
Todo es prisa y aglomeración en la vida moderna. Vivimos un ritmo tan apretado que apenas queda hueco para estar solo. Y, sin embargo, son cada vez más los que sienten el peso de la soledad. Por otra parte, la soledad es una experiencia compleja. Hay una soledad mala que empobrece y destruye al individuo.
Y hay también una soledad enriquecedora que ayuda a crecer. Por eso hay personas que sufren la soledad mientras otras la buscan.
Según los expertos, las situaciones pueden ser diversas. Hay personas que «están solas y se encuentran solas». Sienten la falta de compañía. No tienen con quien desahogarse. No conocen la experiencia de la comunicación confiada con alguien que las escuche y comprenda. Es fácil entonces la tristeza, el pesimismo o la depresión.
Hay también personas que «están acompañadas, pero se encuentran solas» Viven rodeadas de muchas gentes, pero se sienten terriblemente solas. No aciertan a comunicarse. Han perdido la fe en los demás. Viven enclaustradas en sí mismas.
Esta soledad mata la alegría de vivir.
Hay, sin embargo, personas que «están solas, pero no se encuentran solas». No hemos de pensar en los «solitarios» por excelencia, que buscan el «desierto» para vivir su propia experiencia. Hay quienes necesitan momentos de soledad para encontrarse consigo mismos y sentirse en contacto más profundo con el mundo que los rodea. Esta soledad enriquece a la persona.
Por eso, para liberarse de una soledad dañosa es necesario, sin duda, abrirse a los demás, crear lazos, dejarse enriquecer por los otros. Pero es también importante saber encontrarse consigo mismo, escuchar lo mejor que hay en nosotros, acoger la vida que brota desde dentro.
En ese silencio interior vive el creyente la presencia del Espíritu de Dios. Sin miedos. Con confianza ilimitada. A solas con el que sólo es amor y fuerza para vivir. Amando y sabiéndose amado. Ese tiempo dedicado a silenciar nuestro sistema nervioso y a tomar conciencia de nuestro enraizamiento en Dios, no es tiempo perdido. En ese silencio habitado por el Espíritu, Dios nos trabaja, nuestro yo más profundo se recupera, crece nuestra paz interior, nuestra vida se unifica. De esa experiencia extrae el creyente las mejores fuerzas para vivir.
En esta fiesta de Pentecostés en que pedimos a Dios el don de su Espíritu, quiero recordar esas «letrillas» con que san Juan de la Cruz describe esa soledad enriquecedora que el Espíritu de Dios nos puede hacer gustar: «Olvido de lo creado; memoria del Creador; atención a lo interior; y estarse amando al amado.»
P. Fernando Sotelo