12 enero, 2020

Carta del Párroco

Hace unos días hemos comenzado un año nuevo. Naturalmente el nuevo calendario no cambia las cosas. Los problemas y sufrimientos siguen ahí. ¿Qué tendré que hacer yo para sentirme bien?

A veces pensamos que lo decisivo es que cambien las cosas a nuestro alrededor. Esperamos que nos sucedan cosas buenas, que las personas nos traten mejor, que todo nos vaya bien y responda a nuestros deseos.

Pero, con el pasar de los años, es imposible tanta ingenuidad. Una pregunta comienza entonces a despertarse en nosotros: Para sentirme mejor, ¿tiene que suceder algo fuera de mí o justamente dentro de mí mismo?

Por eso, al comenzar el año, son bastantes las personas que se proponen vivir de manera más sana y ordenada, cuidar más su cuerpo, estar más en contacto con la naturaleza.

Otras han descubierto que es su vida interior la que está descuidada y maltrecha. Y con esfuerzo admirable se ejercitan en técnicas de interiorización y meditación, buscando paz y sosiego interior.

Pero llega fácilmente un momento en que la persona siente que su yo más profundo pide algo más. Al parecer, el ser humano no puede crecer de manera plena y armoniosa si faltan dos experiencias fundamentales.

La primera de ellas es el amor. Parece un tópico decir que la gente está enferma por falta de amor y que lo que muchos necesitan urgentemente es sentirse amados, pero realmente es así. La segunda es el sentido. No hay vida humana completa, a menos que la persona encuentre una motivación y una razón honda para vivir.

La fe cristiana no es ninguna receta para encontrar felicidad. Ser creyente no hace desaparecer de nuestra vida los conflictos, contradicciones y sufrimientos propios del ser humano. Pero en el núcleo de la fe cristiana hay una experiencia básica que puede dar un sentido nuevo a todo: Yo soy amado, no porque soy bueno, santo y sin pecado, sino porque estoy habitado y sostenido por un Dios santo que es amor insondable y gratuito.

Contra lo que algunos puedan pensar, ser cristiano no es creer que Dios existe, sino que Dios me ama y me ama incondicionalmente, tal como soy y antes de que cambie.

Esta es la experiencia fundamental del Espíritu. El «bautismo del Espíritu» que nos recuerda el relato evangélico y que tanto necesitamos los creyentes de hoy. «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5).

Si no conocemos esta experiencia, desconocemos lo decisivo. Si la perdemos, lo perdemos todo. El sentido, la esperanza, la vida entera del creyente nace y se sostiene en la seguridad inquebrantable de saberse amado.

Pbro. Luis Fernando Sotelo Anaya