SER AGRADECIDOS
No siempre somos conscientes, pero vivimos cautivos de una red invisible de barreras y prejuicios tan profundamente interiorizados e institucionalizados que forman parte de nuestro ser. Nos creemos libres, pero ellos nos dictan a quién amar y a quién rechazar, con quién andar y a quién evitar.
Cada uno habita en un «territorio» bien delimitado. Pertenece a una raza, es de un color y un sexo, tiene una patria, practica una religión. Y es tal nuestra necesidad de seguridad que es difícil no considerar al otro como inferior. Nos parece lo más natural: mi raza es superior a otras, mi patria más noble, mi religión más digna que otras creencias.
El sentido de pertenencia es necesario para crecer como personas, pero puede aprisionarnos dentro de unos muros de ignorancia mutua, rechazo, exclusión e insolidaridad. Se nos puede olvidar que, para ser humanos, no basta ser leal al propio grupo y hostil al diferente. Hace falta algo más.
Hay quienes caminan por la vida con aire triste y pesimista. Su mirada se fija siempre en lo desagradable y desalentador. No tienen ojos para ver que, a pesar de todo, la bondad abunda más que la maldad. No saben apreciar tantos gestos nobles, hermosos y admirables que suceden todos los días en cualquier parte del mundo. Tal vez lo ven todo negro porque proyectan sobre las cosas su propia oscuridad.
Otros viven siempre en actitud crítica. Se pasan la vida observando todo lo negativo que hay a su alrededor. Nada escapa a su juicio. Se consideran personas lúcidas, perspicaces y objetivas. Sin embargo, nunca alaban, admiran o agradecen. Lo suyo es destacar el mal y condenar a las personas.
Otros hacen el recorrido de la vida indiferentes a todo. Sólo tienen ojos para lo que pueda servir a sus propios intereses. No se dejan sorprender por nada gratuito, no se dejan querer ni bendecir por nadie. Encerrados en su mundo, bastante tienen con defender su pequeño bienestar cada vez más triste y egoísta. De su corazón no brota nunca el agradecimiento.
Hay quienes viven de manera monótona y aburrida. Su vida es pura repetición: el mismo horario, el mismo trabajo, las mismas personas, la misma conversación. Nunca descubren un paisaje nuevo en sus vidas. Nunca estrenan día nuevo. Nunca sucede algo diferente que renueve su espíritu. No saben descubrir ni amar de manera nueva a las personas. Su corazón no conoce la alabanza.
Para vivir de manera agradecida, lo primero es reconocer la vida como buena. Mirar el mundo con amor y simpatía. Purificar la mirada cargada de negativismo, pesimismo o indiferencia para apreciar todo lo que hay de bueno, hermoso y admirable en las personas y en las cosas. Saber disfrutar de lo que vamos recibiendo de manera gratuita e inmerecida. Cuando san Pablo dice que «hemos sido creados para alabar la gloria de Dios» está diciendo cuál es el sentido y la razón más profunda de nuestra existencia.
Ningún investigador lo pone en duda. Jesús puso en marcha un «movimiento de compasión» que tenía como objetivo introducir en la sociedad un «amor no excluyente», una corriente de comunicación y solidaridad que, eliminando barreras y prejuicios, tuviera en cuenta el sufrimiento de los más excluidos.
La compasión es lo primero para ser humanos. No necesita otra justificación. No hace falta fundamentarla en religión alguna. Viene exigida por quienes tienen la máxima autoridad sobre nosotros: «la autoridad de los que sufren».
Según el relato de Lucas, un grupo de leprosos, excluidos social y religiosamente, se detienen a distancia y «desde lejos» le piden a gritos lo que no encuentran en la sociedad: «Ten compasión de nosotros». La reacción de Jesús es inmediata. Hay que acogerlos: nada ha de ser obstáculo para atender a los que sufren.
Son muchos los que sufren hoy en el mundo. Su grito nos llega «desde lejos», desde otras razas y otros pueblos que no son los nuestros. Podemos encerramos en nuestras fronteras, pero si no escuchamos su grito, nuestro corazón no es cristiano.
En el episodio narrado por Lucas, Jesús se extraña de que sólo uno de los leprosos vuelva «dando gracias» y «alabando a Dios». Es el único que ha sabido sorprenderse por la curación y reconocerse agraciado.
P. Fernando Sotelo Anaya