10 noviembre, 2021

Lucas recoge las palabras de Jesús sobre las persecuciones y la tribulación futuras subrayando de manera especial la necesidad de enfrentarse a la crisis con paciencia..
Apenas se habla de la paciencia en nuestros días y, sin embargo, pocas veces habrá sido tan necesaria como en estos momentos de grave crisis socio-cultural, incertidumbre generalizada y frustración existencial.

Son muchos los que viven hoy a la intemperie y, al no poder encontrar cobijo en nada que les ofrezca sentido, seguridad y esperanza, caen en el desaliento, la crispación o la apatía.
La paciencia de la que se habla en el evangelio no es una virtud propia del hombre fuerte y aguerrido como en Platón o Aristóteles. Es, más bien, la actitud serena de quien cree en un Dios paciente y fuerte que deja desarrollarse esta historia, a veces tan incomprensible para nosotros, con ternura y amor compasivo.

El hombre animado por esta paciencia no se deja perturbar por las tribulaciones y crisis de la existencia. Mantiene el ánimo sereno y confiado. Su secreto es la paciencia fuerte y fiel de ese Dios que, a pesar de tanta injusticia absurda y tanta contradicción, sigue su obra hasta cumplir sus promesas.

Al impaciente la espera se le hace larga. Por eso se crispa y se vuelve tan intolerante. Aunque aparece violento, agresivo y fuerte, en realidad es un hombre débil y sin raíces. Se agita mucho, pero construye poco; critica constantemente, pero apenas siembra nada; condena, pero no libera. El impaciente puede terminar en el desaliento, el cansancio o la resignación amarga. Ya no espera nada. Ya no espera en nadie.

El hombre paciente, por el contrario, no se irrita ni se deja deprimir por la tristeza. Contempla la vida con respeto y hasta con simpatía. Deja ser a los demás, no anticipa el juicio de Dios, no pretende imponer su propia justicia a su manera.

No por eso cae en la apatía, el escepticismo o la dejación. El hombre paciente lucha y combate día a día, precisamente porque vive animado por una esperanza. «Si nos fatigamos y luchamos es porque tenemos puesta la esperanza en el Dios vivo» (1 Tm 4, 10).

La paciencia del creyente se enraíza en ese Dios Amigo de la vida. A pesar de las injusticias que encontramos en nuestro camino y de los golpes que da la vida, a pesar de tanto sufrimiento absurdo o inútil, Dios sigue su obra. En él ponemos nuestra esperanza.

Apenas se habla hoy de la paciencia. No está de moda. Atrae más la actitud rebelde y agresiva, la reacción vehemente ante cualquier adversidad. Desprestigiada socialmente a veces y mal entendida otras, la paciencia va quedando relegada como algo poco importante, propio quizás de espíritus débiles. Sin embargo, sin el aprendizaje de la paciencia no es posible el arte de vivir.

La paciencia no es fruto de la debilidad. Al contrario, supone fortaleza interior. La persona paciente moviliza todas sus energías para no doblegarse ante la adversidad y seguir luchando con firmeza, sin dejarse perturbar por el mal. Se necesita mucha entereza para mantener el ánimo sereno y confiado cuando todo se nos pone en contra.

Aunque parezca fuerte y violento, el impaciente es una persona débil, incapaz de tolerarse a sí mismo y de soportar las contrariedades de la vida. Por lo general, los niños son impacientes. No han aprendido todavía a vivir con paz y sosiego las diversas realidades de la existencia.

La verdadera paciencia nada tiene que ver con una resignación pasiva. Ser paciente con uno mismo y con los demás no significa soportar la vida de forma apática y sin espíritu de iniciativa. No es «aguantar» porque uno no sabe o no se atreve a hacer otra cosa. La persona paciente se mantiene activa, sigue buscando lo mejor, responde a nuevas situaciones y retos inesperados, pero lo hace sin perder la paz ni la lucidez.

La paciencia no es virtud de un momento, sino un estilo de perseverar de forma pacífica pero tenaz, sin rendirse ante la adversidad. Por eso, en las primeras comunidades cristianas, el término «hypomone» se traduce indistintamente como «paciencia» o «perseverancia». Ésa es la exhortación de Jesús: «Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras vidas» (Lucas 21, 19). El creyente alimenta su paciencia en ese Dios que tiene paciencia inmensa con todas sus criaturas.

Bien entendida, la paciencia es tal vez más necesaria que nunca entre nosotros. No es posible dejar atrás la violencia y promover un proceso de pacificación sin una actitud paciente y tenaz por parte de todos. No se recupera en un día la confianza rota por tanto enfrentamiento. No es posible aproximar posturas y buscar juntos lo mejor para todos sin un trabajo paciente, sereno y lúcido. Por eso, ni impaciencia ni desaliento. Sencillamente, paciencia activa.
P. Fernando Sotelo Anaya.