28 octubre, 2021

Se ha dicho que el hombre contemporáneo ha perdido la confianza en el amor. No quiere “sentimentalismos” ni compasiones baratas. Hay que ser eficaces y productivos. La cultura moderna ha optado por la racionalidad económica y el rendimiento material, y tiene miedo al corazón.

Por eso, en la sociedad actual se teme a las personas enfermas, débiles o necesitadas. Se las encierra en las instituciones o se les encomienda a la Administración, pero nadie las quiere cerca.

El rico tiene miedo del pobre. Los que tenemos trabajo no deseamos encontrarnos con quienes están en paro. Nos molestan todos aquellos que se nos acercan pidiendo ayuda en nombre de la justicia o del amor.

Se levantan entre nosotros toda clase de barreras. No queremos cerca a los gitanos. Miramos con recelo a los africanos porque su presencia parece peligrosa. Cada grupo y cada persona se encierran en sí mismo para defenderse mejor.

Queremos construir una sociedad progresista basándolo todo en la rentabilidad, el crecimiento económico, la competitividad. Recientemente, una inmobiliaria publicaba el siguiente anuncio: “Nuestra filosofía reposa sobre cuatro principios: rentabilidad inmediata, seguridad de emplazamiento, fiscalidad ventajosa y constitución de un patrimonio generador de plus valía”.

Naturalmente, en esta filosofía ya no tiene cabida “el amor al prójimo”. Los mismos que se dicen creyentes, tal vez, hablan todavía de caridad cristiana, pero terminan más de una vez instalándose en lo que Karl Rahner llamaba “un egoísmo vividor que sabe comportarse decentemente”.

Después de veinte siglos, el riesgo de los cristianos es pensar que basta con cumplir aquello que siempre se ha predicado: no hacer mal a nadie, colaborar en las colectas que se hacen en el templo y dar algún donativo o limosna, si no encontramos nada mejor para salir del paso.

Y, sin embargo, la gran tarea del cristianismo es introducir el “amor real” en esta cultura que sólo genera “egoísmo sensato bien organizado”. Producir grietas y aberturas que permitan vislumbrar el gran vacío de una sociedad que ha excluido el amor. Gritar una y otra vez que sin amor nunca se construirá un mundo mejor.

Pero lo importante no son las palabras, sino los hechos. Si queremos ser fieles al principal mandato del Evangelio, los cristianos hemos de ir descubriendo constantemente las nuevas exigencias y tareas del amor al prójimo en la sociedad moderna.

P. Luis Fernando Sotelo anaya