3 septiembre, 2021

Hablamos a veces con tanta ligereza de lo religioso que terminamos por olvidar que Dios es siempre un Dios oculto y silencioso, un Dios cuyo misterio último siempre nos supera y trasciende. Pero Dios es Dios. Presencia silenciosa y gratuita de la que no podemos disponer y a la que no podemos manipular a nuestro antojo. Por eso, no se puede propiamente probar la existencia de Dios con argumentos racionales, como no se puede tampoco probar su no existencia.

El nihilismo es uno de los rasgos fundamentales de nuestro tiempo. Heidegger lo considera «la esencia de la historia occidental europea». Estamos iniciando un siglo que sabe lo que deja atrás como algo acabado, pero no parece tener claro hacia dónde se encamina. Todo está en crisis. Nada se sostiene.

Es clarificador analizar el lenguaje de este tiempo en sus diversas variantes. Se habla de postcristianismo, postmoralismo, postmodernismo…; todo lo que parecía seguro queda superado. Se habla de la «muerte de Dios», el «final de la historia», el «ocaso del progreso», la «crisis de la razón»…; todo parece desvanecerse: conceptos, valores, principios e ideales.

Se produce así una sensación de vacío que se traduce en desorientación y sinsentido. Muchos ven en este vacío el signo más palpable de una época decadente. Otros, sin embargo, lo consideran como una experiencia profundamente humana que sacude e inquieta hoy a la humanidad, pero puede ser precisamente lo que la ponga en movimiento hacia una verdad más honda. La vida tiene también sus noches en las que se nos invita a buscar luz, sentido y orientación.

El misterio puede llevar al ateísmo. Al no poder comprobar la existencia de Dios como se comprueban otras cosas de nuestro mundo, uno puede llegar a la conclusión de que Dios no existe. Los hombres estamos solos. La existencia termina donde termina nuestra capacidad de entender y verificar. No hay más. Fuera de lo que nosotros captamos no hay sino vacío y nada.

El misterio también nos puede llevar, por el contrario, a una postura religiosa de abandono y acogida, pero sin un encuentro personal con Dios. Es la experiencia de las religiones orientales. El individuo se sumerge en el misterio buscando la profundidad del ser, pero no invoca a un Dios personal. No se comunica con nadie, no se confía a un Padre. Sencillamente se abandona al misterio. No es Dios el que salva al hombre. Es el individuo el que se redime a sí mismo abismándose en la profundidad de su ser.

En contra de lo que muchos puedan pensar, se está abriendo tal vez un espacio nuevo para el despertar de la verdadera fe. No hemos de olvidar que la fe no nace del esfuerzo de la razón ni es la conclusión de una investigación o el resultado de una argumentación. Para creer, lo importante es dejarse interrogar, ser receptivo, saber escuchar el misterio. Dios no es un problema que hemos de resolver, sino un interrogante que hemos de escuchar.

El gran riesgo de la razón es atrincherarse en sus propias ideas, creerse en posesión de toda la verdad, encerrarse en la arrogancia intelectual, defenderse de lo que puede cuestionar de raíz nuestra existencia. La fe, por el contrario, nace en quien tiene un corazón receptivo, que se abre con honestidad a toda llamada. Creer es siempre, de alguna manera, confiar en Dios.

Ni el creyente ni el ateo pueden justificar científicamente sus respectivas posturas. El creyente cree que hay Dios, pero no puede probar su fe. El ateo cree que no hay, pero tampoco puede verificar su ateísmo. Los dos caminan a oscuras, envueltos en el misterio último de la vida.

El misterio puede llevar, por el contrario, a una postura religiosa de abandono y acogida, pero sin un encuentro personal con Dios. Es la experiencia de las religiones orientales. El individuo se sumerge en el misterio buscando la profundidad del ser, pero no invoca a un Dios personal. No se comunica con nadie, no se confía a un Padre. Sencillamente se abandona al misterio. No es Dios el que salva al hombre. Es el individuo el que se redime a sí mismo abismándose en la profundidad de su ser.

Pero el misterio puede también despertar en el corazón humano la invocación a un Dios personal. Es la postura del cristiano que se abandona confiado a un Dios sentido como Padre. Esta es la mayor originalidad y el mayor atrevimiento del cristianismo. El cristiano no sólo se abandona al misterio, sino que se confía a un Padre. Se sabe amado, comprendido, perdonado y acogido por un Dios que es Padre.

Esta es la revelación nuclear que se nos ofrece en Jesucristo. No estamos huérfanos. El silencio de Dios en nuestras vidas no significa su ausencia. Se puede confiar en Dios incluso en el momento del silencio supremo de la muerte. Esta confianza radical en un Dios Padre es el rasgo más característico del cristiano. Si lo olvida, deja de serlo. Por eso, la vida del que cree en Jesucristo se concluye siempre con un acto de confianza total. «En Ti, Señor, confié, no me veré defraudado para siempre».
P. Fernando Sotelo Anaya.