3 noviembre, 2024

Un escriba se acerca a Jesús. No viene a tenderle una trampa. Tampoco a discutir con él. Su vida está fundamentada en leyes y normas que le indican cómo comportarse en cada momento. Sin embargo, en su corazón se ha despertado una pregunta: “¿Qué mandamiento es el primero de todos?” ¿Qué es lo más importante para acertar en la vida?

Jesús entiende muy bien lo que siente aquel hombre. Cuando en la religión se van acumulando normas y preceptos, costumbres y ritos, es fácil vivir dispersos, sin saber exactamente qué es lo fundamental para orientar la vida de manera sana. Algo de esto ocurría en ciertos sectores del judaísmo.

 Jesús no le cita los mandamientos de Moisés. Sencillamente, le recuerda la oración que esa misma mañana han pronunciado los dos al salir el sol, siguiendo la costumbre judía: “Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor: amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón“.

 El escriba está pensando en un Dios que tiene poder de mandar. Jesús le coloca ante un Dios cuya voz hemos de escuchar. Lo importante no es conocer preceptos y cumplirlos. Lo decisivo es detenernos a escuchar a ese Dios que nos habla sin pronunciar palabras humanas.

 Cuando escuchamos al verdadero Dios, se despierta en nosotros una atracción hacia el amor. No es propiamente una orden. Es lo que brota en nosotros al abrirnos al Misterio último de la vida: “Amarás“. En esta experiencia, no hay intermediarios religiosos, no hay teólogos ni moralistas. No necesitamos que nadie nos lo diga desde fuera. Sabemos que lo importante es amar.

 Este amor a Dios no es un sentimiento ni una emoción. Amar al que es la fuente y el origen de la vida es vivir amando la vida, la creación, las cosas y, sobre todo, a las personas. Jesús habla de amar “con todo el corazón, con toda el alma, con todo el ser“. Sin mediocridad ni cálculos interesados. De manera generosa y confiada.

 Jesús añade, todavía, algo que el escriba no ha preguntado. Este amor a Dios es inseparable del amor al prójimo. Sólo se puede amar a Dios amando al hermano. De lo contrario, el amor a Dios es mentira. ¿Cómo vamos a amar al Padre sin amar a sus hijos e hijas?

 No siempre cuidamos los cristianos esta síntesis de Jesús. Con frecuencia, tendemos a confundir el amor a Dios con las prácticas religiosas y el fervor, ignorando el amor práctico y solidario a quienes viven excluidos por la sociedad y olvidados por la religión. Pero, ¿qué hay de verdad en nuestro amor a Dios si vivimos de espaldas a los que sufren?

P. Fernando Sotelo Anaya.