“ Jesús y los demonios”
Desde el comienzo de su evangelio, san Marcos subraya la autoridad que muestra Jesús en su enseñanza y frente a los «demonios», de los que libera a quienes están atormentados por ellos. Más adelante el evangelista recoge un buen número de curaciones semejantes. Es evidente que concede una importancia especial a este tipo de manifestaciones del poder de Jesús. Sin embargo, hay que reconocer que estos relatos dejan al lector de hoy un tanto perplejo, si no es que le producen a veces cierto desasosiego. La intención de san Marcos y las razones de su insistencia se derivan de lo que se dice en el evangelio de este domingo, que, al mismo tiempo, plantea una cuestión que sigue teniendo actualidad.
Desde siempre, el hombre se pregunta por el origen del mal, que en lo más profundo de su ser lucha sin tregua contra el bien. Esta lucha ¿puede tener un final positivo, o hay que resignarse a sufrir permanentemente este antagonismo?
El problema está en el núcleo mismo de las tradiciones literarias más antiguas que configuran el libro del Génesis, del que hoy se lee un pasaje. Todo proviene del pecado cometido por el hombre y la mujer, a instancias de un ser misterioso, inteligente y maligno, «la serpiente». Es necesario que Dios se presente ante ellos para que tomen conciencia de su falta y de su responsabilidad, para que perciban que su consentimiento a la tentación es el origen del desorden que se ha instaurado en ellos. Abandonados a sus propias fuerzas, no pueden salir de la situación en la que han caído. Dios condena sin remisión a ese genio Maligno o Demonio, llamado también Satanás, Adversario, Diablo o Tentador. Entre él y Dios existe desde el principio un antagonismo, una lucha. Pero el que ha hecho caer a Eva será aplastado un día por su descendencia.
Con la llegada de Jesús se inicia este tiempo. Él es «el Santo, el Santo de Dios», que ha venido a imponer silencio a los espíritus malignos, a perderlos, a acabar con su dominación. El revela con autoridad la voluntad de Dios. Los que la cumplen son sus hermanos, miembros, con él, de la familia de Dios. Nosotros sufrimos las consecuencias del pecado: toda clase de pruebas y la muerte. Pero la mirada de la fe no se detiene en nuestra situación actual. Va más allá, hasta la morada eterna construida Dios, donde Cristo resucitado nos introducirá y glorificará nuestros cuerpos mortales.
P. Fernando Sotelo Anaya