FELIIZ
No es difícil dibujar el perfil de una persona feliz en la sociedad que conoció Jesús. Se trataría de un varón adulto y de buena salud, casado con una mujer honesta y fecunda, con hijos varones y unas tierras ricas, observante de la religión y respetado en su pueblo ¿Qué más se podía pedir?
Ciertamente, no era éste el ideal que animaba a Jesús. Sin esposa ni hijos, sin tierras ni bienes, recorriendo Galilea como un vagabundo, su vida no respondía a ningún tipo de felicidad convencional. Su manera de vivir era provocativa. Si era feliz, lo era de manera contracultural, a contrapelo de lo establecido.
En realidad, no pensaba mucho en su felicidad. Su vida giraba más bien en tomo a un proyecto que le entusiasmaba y le hacía vivir intensamente. Lo llamaba «reino de Dios». Al parecer, era feliz cuando podía hacer felices a otros. Se sentía bien devolviendo a la gente la salud y la dignidad que se les había arrebatado injustamente.
No buscaba que se cumplieran sus expectativas. Vivía creando nuevas condiciones de felicidad para todos. No sabía ser feliz sin incluir a los otros. A todos proponía criterios nuevos, más libres y personales, para hacer un mundo más digno y dichoso.
Creía en un «Dios feliz», el Dios creador que mira a todas sus criaturas con amor entrañable, el Dios amigo de la vida y no de la muerte, más atento al sufrimiento de las gentes que a sus pecados.
Desde la fe en ese Dios rompía todos los esquemas religiosos y sociales. No predicaba: «felices los justos y piadosos porque recibirán el premio de Dios». No decía «felices los ricos y poderosos porque cuentan con su bendición». Su grito era desconcertante para todos: «felices los pobres porque Dios será su felicidad».
La invitación de Jesús viene a decir así: «No busquen la felicidad en la satisfacción de sus intereses ni en la práctica gratificante de su religión. Sean felices trabajando de manera fiel y paciente por un mundo más feliz para todos».
P. Fernando Sotelo Anaya.