18 mayo, 2022

Los cristianos hemos olvidado con demasiada frecuencia que la fe no consiste en creer algo, sino en creer en Alguien. No se trata de adherirnos fielmente a un credo y, mucho menos, de aceptar ciegamente «un conjunto extraño de doctrinas», sino de encontramos con Alguien vivo que da sentido radical a nuestra existencia.

Lo verdaderamente decisivo es encontrarse con la persona de Jesucristo y descubrir, por experiencia personal, que es el único que puede responder de manera plena a nuestras preguntas más decisivas, nuestros anhelos más profundos y nuestras necesidades más últimas.

En nuestros tiempos, se hace cada vez más difícil creer en algo. Las ideologías más firmes, los sistemas más poderosos, las teorías más brillantes se han ido tambaleando al descubrirnos sus limitaciones y profundas deficiencias.

El hombre moderno, escarmentado de dogmas e ideologías, quizás está dispuesto todavía a creer en personas que le ayuden a vivir dando un sentido nuevo a su existencia. Por eso ha podido decir el teólogo K Lehmann que «el hombre moderno sólo será creyente cuando haya hecho una experiencia auténtica de adhesión a la persona de Jesucristo».

Produce tristeza observar la actitud de sectores católicos cuya única obsesión parece ser «conservar la fe» como «un depósito de doctrinas» que hay que saber defender contra el asalto de nuevas ideologías y corrientes.

Creer es otra cosa. Antes que nada, los cristianos hemos de preocupamos de reavivar nuestra adhesión profunda a la persona de Jesucristo. Sólo cuando vivamos «seducidos» por él y trabajados por la fuerza regeneradora de su persona, podremos contagiar también hoy su espíritu y su visión de la vida. De lo contrario, proclamaremos con los labios doctrinas sublimes, al mismo tiempo que seguimos viviendo una fe mediocre y poco convincente.

Los cristianos hemos de responder con sinceridad a esa pregunta interpeladora de Jesús: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» Ibn Arabi escribió que «aquel que ha quedado atrapado por esa enfermedad que se llama Jesús, no puede ya curarse». ¿Cuántos cristianos podrían hoy intuir desde su experiencia personal la verdad que se encierra en estas palabras?
P. Fernando Sotelo Anaya.