31 octubre, 2021

Siempre ha insistido la teología en que no hemos de pretender encerrar a Dios en nuestros conceptos e imágenes. Dios lo trasciende todo (Deus semper maior). Los nombres que le atribuimos sólo sirven para orientar nuestro corazón hacia ese misterio insondable que está en lo más íntimo de la realidad.

Pero lo cierto es que toda religión va elaborando su imagen de Dios a partir de la cultura en la que nace y se desarrolla. Así ha sucedido también en el cristianismo que, durante dos milenios, ha hundido sus raíces en una sociedad patriarcal y monárquica, fuertemente jerarquizada. No es extraño en esa cultura invocar a un Dios Soberano, Juez, Señor y Rey.

Es evidente que este Dios ha dejado hoy de atraer los corazones. Ya ni atemoriza ni fascina. La indiferencia parece crecer siempre más. Algunas veces me pregunto qué resonancia puede tener en la conciencia de muchos ese «Dios todopoderoso y eterno» que se repite en las oraciones litúrgicas. Pero, ¿Qué es lo que está hoy en crisis —se preguntan no pocos teólogos—, la fe en el misterio insondable de Dios o esos modelos culturales claramente envejecidos?

¿Es un despropósito pensar que el cristianismo desarrollará en los próximos siglos modelos más idóneos para expresar la fe en un Dios Amor? ¿Por qué no se va a descubrir en el Dios cristiano a un Dios amigo de la vida, Padre y Madre de todos, un Dios amante, enamorado de cada ser, servidor humilde de sus criaturas? ¿Por qué no se va a creer en un Dios que ama el cuerpo, impulsa la vida, libera de miedos, despierta la responsabilidad y quiere ya desde ahora la paz y la felicidad para todos? ¿Por qué no creer en un Dios grande que no cabe en ninguna religión ni iglesia, el Dios que sufre donde sufren sus criaturas, el Dios que acompaña a todos día a día y que, lejos de provocar la angustia ante la muerte, estará abrazando a cada persona mientras agoniza rescatándola para la vida eterna?

Tal vez entonces descubrirán muchos que ese Dios está ya anunciado por Cristo que nos revela a un Dios que no busca ser servido por los hombres, sino servirlos (Marcos 10, 44), un Dios que ama a buenos y malos, y hace salir el sol para todos (Mateo 5, 45). Un Dios así es capaz de atraer y enamorar. Ante este Dios resuenan de forma muy distinta las palabras de Jesús: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser» (Marcos 12, 30).
Pbro. Luis Fernando Sotelo Anaya