EL AMOR NO ES CIEGO
Probablemente, nadie ha planteado con tanta clarividencia como E. Biser (Pronóstico de la fe, Herder, 1994) el cambio de expectativa que se ha producido en el hombre moderno de cara a la religión. Lo que hoy se espera de la fe no es la revelación de «misterios sobrenaturales», ni siquiera -directamente al menos- la salvación que lo arranque del pecado. Lo que el hombre de hoy busca en el misterio de Dios es «apoyo, morada y seguridad» para entenderse y vivirse a sí mismo con paz.
Los que se interesan de nuevo por Dios lo hacen desde su necesidad de buscar una salida a su desgarro interior, su soledad y, sobre todo, su pérdida de identidad. Observa el profesor de Munich que la cultura moderna está generando un «vacío interno» que lleva a no pocos a preguntar por Dios. Lo que buscan en él es «suelo firme» para vivir; lo que anhelan es conocer una «confianza básica» donde poder sustentarse.
Este nuevo contexto está originando una forma diferente de plantearse la cuestión de Dios. Las nuevas generaciones no se interesan por «las pruebas de la existencia de Dios». Está desapareciendo «la necesidad de probar», que tanto ha obsesionado en años pasados. Lo que, desde su inseguridad y desgarro interior buscan hoy no pocos, es que Dios se les comunique y puedan rastrear, de alguna forma, su presencia amistosa.
Y es aquí donde, de nuevo, cobra toda su importancia y centralidad el «amor a Dios”. Se suele decir que el amor es ciego, pero la verdad es que el amor ayuda a percibir en la persona amada lo que se escapa a una mirada indiferente. Así sucede con Dios. Quien se coloca ante él en una actitud de amor confiado comienza a percibirlo de forma diferente. De ahí la importancia del mandato de Jesús, que puede parecer «pura abstracción», pero que es capaz de transformar la historia interior de la persona: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser.»
Este amor a Dios es lo primero. Dios habita allí donde se le deja entrar, y la puerta por la que entra en la vida del ser humano es siempre el amor. Por otra parte, éste es el camino para que el hombre moderno, «audaz y desvalido, prepotente y decadente» descubra que es «hijo de Dios» y encuentre ahí su «centro de identificación» (E. Biser).
Estoy convencido de que todo el que mira a Dios, no con mirada indiferente sino con amor confiado, por muy perdido que se sienta o muy indigno que se vea, puede decir desde el fondo de su corazón aquellas palabras de Anselmo de Canterbury: «iQué lejos estoy de ti y qué cerca estás de mí! ¡Cómo escapas a mi mirada y qué presente estoy yo en la tuya!»
P. Fernando Sotelo.