21 abril, 2024

Nuestra vida se decide en lo cotidiano. Por lo general, no son los momentos extraordinarios y excepcionales los que marcan más nuestra existencia. Es más bien esa vida ordinaria de todos los días, con las mismas tareas y obligaciones, en contacto con las mismas personas, la que nos va configurando. En el fondo, somos lo que somos en la vida cotidiana.

Esa vida no tiene muchas veces nada de excitante. Está hecha de repetición y rutina. Pero es nuestra vida. Somos «seres cotidianos». La cotidianidad es un rasgo esencial de la persona humana. Somos al mismo tiempo responsables y víctimas de esa vida aparentemente pequeña de cada día.

En esa vida de lo normal y ordinario podemos crecer como personas y podemos también echarnos a perder. En esa vida crece nuestra responsabilidad o aumenta nuestra desidia y abandono; cuidamos nuestra dignidad o nos perdemos en la mediocridad; nos inspira y alienta el amor o actuamos desde el resentimiento y la indiferencia; nos dejamos arrastrar por la superficialidad o enraizamos nuestra vida en lo esencial; se va disolviendo nuestra fe o se va reafirmando nuestra confianza en Dios.

La vida cotidiana no es algo que hay que soportar para luego vivir no se qué. Es en la normalidad de cada día donde se decide nuestra calidad humana y cristiana. Ahí se fortalece la autenticidad de nuestras decisiones; ahí se purifica nuestro amor a las personas; ahí se configura nuestra manera de pensar y de creer. K Rahner llega a decir que «para el hombre interior y espiritual no hay mejor maestro que la vida cotidiana».

Según la teología del cuarto evangelio, los seguidores de Jesús no caminan por la vida solos y desamparados. Los acompaña y defiende día a día el Buen Pastor. Ellos son como «ovejas que escuchan su voz y le siguen». El las conoce a cada una y les da vida eterna. Es Cristo quien ilumina, orienta y alienta su vida día a día hasta la vida eterna.

En el día a día de la vida cotidiana hemos de buscar al Resucitado en el amor, no en la letra muerta; en la autenticidad, no en las apariencias; en la verdad, no en los tópicos; en la creatividad, no en la pasividad y la inercia; en la luz, no en la oscuridad de las segundas intenciones; en el silencio interior, no en la agitación superficial.

Fraternalmente

Pbro. Luis Fernando Sotelo Anaya

Párroco