3 septiembre, 2023

No es fácil hablar del sufrimiento. Siempre recordaré las palabras de aquel Arzobispo de París, cardenal Veuillot, que, en medio de los agudos sufrimientos de un cáncer en fase terminal, decía así: «Nosotros sabemos decir frases hermosas sobre el sufrimiento. Yo mismo he hablado de ello con calor. Decid a los sacerdotes que no digan nada. Nosotros ignoramos lo que es sufrir, y yo ahora lloro sufriendo

Los que han sufrido o sufren intensamente, conocen la verdad que encierran estas palabras. Los demás hemos de escucharlas con atención, para que nuestra reflexión sea humilde y discreta. Ante el misterio del sufrimiento poco podemos hacer si no es estar cerca de quien sufre.

El sufrimiento rompe todas nuestras seguridades y certezas. Antes, la vida nos parecía, tal vez, sólida y tranquila: proyectos, amor, trabajo, familia… Ahora, todo nos parece vano y sin sentido. De pronto descubrimos la fragilidad de todo, esa «tristeza de la finitud» de la que habla P Ricoeur.

Al mismo tiempo, el sufrimiento parece hundirnos en la soledad extrema. ¿Quién puede llegar a entendernos de verdad? Las palabras y los gestos de las personas más cercanas quedan lejos de lo que estamos viviendo por dentro. A pesar de sus esfuerzos y su buena voluntad, hay una especie de impotencia inevitable en todos los que se acercan a aliviarnos.

No sirven entonces las bellas teorías sobre el sentido del dolor ni los discursos espirituales sobre el valor del sufrimiento. Uno mismo tiene que aprender a seguir siendo humano en medio de lo que parece absurdo y sin sentido.

Las reacciones ante el sufrimiento pueden ser muy variadas. Hay quienes se rebelan hasta el agotamiento y la desesperación. No pocos se dejan destruir por la angustia y la ansiedad. Otros buscan la evasión y el autoengaño. Bastantes se encierran en su propio sufrimiento aislándose de todo lo que pudiera aportarles alivio o consuelo. En realidad, no es fácil ser dueño de sí mismo en medio del dolor.

El cristiano no tiene una «receta mágica» para superar el sufrimiento. No conoce el sentido último del mal. No se siente tampoco un «superhombre» inaccesible a la angustia o la desesperación. Como todo ser humano se sabe frágil e impotente ante el dolor.

La fuerza y la luz le llegan al creyente desde el Crucificado. En la cruz no hay teorías ni discursos hermosos. Sólo hay un Dios que sufre en silencio con nosotros. Un Dios cercano, amigo del hombre. Un Dios que arrastra la historia doliente de la humanidad hacia su salvación. De ahí las palabras del Maestro: «Quien quiera venirse conmigo… que cargue con su cruz y me siga

Frateralmente

Pbro. Luis Fernando Sotelo Anaya

Párroco