11 junio, 2023

Son muchos los que se sienten mal al oír hablar de Dios. No pueden pensar en El sin experimentar su propia indignidad y pecado. Recordar a Dios es verse acusado. Para estas personas, Dios es el exigente, el que de forma permanente e implacable reprocha nuestro vivir. Un Dios que nos devuelve la imagen de nuestra pequeñez y mediocridad. Un Ser siempre a la espera de nuestra confesión de culpabilidad. Imposible acercarse a El sin previa humillación.

Es normal la tentación de evitar a este Dios. En el fondo, es defenderse de una experiencia sumamente fastidiosa. A nadie puede atraer sentirse humillado, siempre acusado de algo. Mejor tener a ese Dios lejos y olvidado.

Lo que no saben esas personas es que ése no es el Dios revelado en Jesucristo, sino una falsa proyección del «Superyo» del que habla S. Freud, ese «ojo eternamente abierto en nuestro interior», que, sin el más mínimo parpadeo, vigila nuestros actos, recuerda lo que debemos ser y reprueba las transgresiones.

El psicoanálisis nos ha enseñado mucho sobre la culpabilidad. El sentimiento d culpa puede contribuir a nuestra maduración y crecimiento, pero puede también ser un factor represivo y destructor. Reconocerse culpable para transformarse y cambiar es signo de madurez; encerrarse en el remordimiento para condenarse sin piedad, es destruirse. Y, atención. La religión puede ayudar a vivir la culpa de manera sana y liberadora, pero puede también reforzar su desviación patológica y anuladora.

Por eso, no basta con creer en Dios. Lo importante es saber en qué Dios se cree. El Dios cristiano no es el «Superyo» de Freud. No hay que confundirlo tampoco con el ojo vigilante de la conciencia. El Dios de Jesucristo es radicalmente misericordia. Para encontrarse con El no es necesario pasar siempre por una humillación previa.

Hoy se saber que el sentimiento de culpa se genera con frecuencia a partir de un temor profundo a ser abandonados o rechazados por aquel a quien necesitamos radicalmente para existir. Pues bien, ante el Dios-Amor, la culpa se puede vivir siempre de manera confiada. Uno se sabe resguardado y protegido, querido inmensamente por El. Cuando el creyente se entrega a su amor insondable, el sentimiento de pecado no aleja de Dios, sino que acerca a El.

Ante Dios no nos hemos de sentir acusados, sino devueltos a la paz e invitados a la transformación. Recordemos las palabras de Jesús: «No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos… Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores.»

Fraternalmente

Pbro. Luis Fernando Sotelo Anaya

Párroco


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