15 mayo, 2022

Por mucho que nos tapemos los ojos y nos cerremos los oídos, los datos están ahí con toda su brutalidad. Nueve millones de seres humanos mueren cada año de hambre y desnutrición. Para entenderlo mejor, cada día se produce una tragedia siete veces más horrorosa que la de las Torres Gemelas, pues mueren de hambre 25.000 personas. En Nueva York murieron 2.792.

No hace falta que nadie utilice bombas químicas. No son necesarias armas de destrucción masiva. Nosotros, los pueblos más civilizados del Planeta, nos bastamos para ir destruyendo masivamente seres humanos, desarrollando sin límite alguno nuestro bienestar a costa de exprimir o ignorar a los pueblos más indefensos.

Ésta es hoy nuestra mayor vergüenza. Tenemos recursos para eliminar el hambre, pero seguimos ciegos nuestra carrera egoísta hacia un bienestar siempre mayor, mientras unos 840 millones de niños vienen al mundo sólo a sufrir y morir de desnutrición en pocos años.

Los expertos nos han alertado hace tiempo. Estamos llevando demasiado lejos la desigualdad y el desequilibrio. Los excluidos de la vida no soportan ya tanta burla cruel. Y en Occidente empezamos a sentir cada vez más el acoso, la rebelión desesperada y hasta la reacción violenta de quienes no se resignan a vivir sin esperanza alguna.

Los teólogos están hablando de la necesidad de introducir en el Planeta una «ética de la compasión universal». Las mentes más lúcidas llaman a funcionar con otro concepto de «desarrollo sostenible» para todos los pueblos. Pero los poderosos de la Tierra siguen ciegos y sordos. No saben impulsar políticas de acercamiento, cooperación y solidaridad. Sólo se les ocurren medidas de fuerza: endurecer las fronteras, frenar la inmigración, hacer «guerras preventivas», controlar el petróleo, defender el propio bienestar.

Frente a esta actitud cínica y temeraria, las Iglesias cristianas han de reaccionar de manera enérgica. Hay que crear otra conciencia en los pueblos ricos de Occidente. Los cristianos hemos de recordar más que nunca las palabras de Jesús: «La señal por la que los conocerán que son discípulos míos, será que se aman unos a otros».
Fraternalmente
Pbro. Luis Fernando Sotelo Anaya
Párroco