Carta del Párroco

Nadie puede escapar al envejecimiento, pero no todas las personas envejecen de la misma manera. Hay muchas formas de vivir la última etapa de la vida. Casi siempre se envejece como se vive: de forma crispada o paciente, en actitud pesimista o esperanzada, con espíritu triste o confiado.
Lo lamentable es que la sociedad sólo prepara para la primera parte de la vida. Se nos enseña a trabajar y competir, a luchar y salir adelante, pero no a vivir con acierto esta fase en que culmina nuestra vida. La mayoría de las personas van llegando a su vejez sin guía ni preparación alguna.
Por lo general, la vejez provoca temor. No es sólo el deterioro físico y psíquico lo que da miedo. La verdadera crisis hay que detectarla a niveles más profundos. Desaparece poco a poco el vigor y la seguridad, y comienza otra etapa mucho más desvalida e incierta. La persona no puede apoyarse en sus fuerzas como en otros tiempos. Ha de depender de otros. Pero, además, el anciano comienza a presentir su muerte de forma más consciente y personal.’ Es en su propia carne donde experimenta que la vida se termina. Ya no hay tiempo para hacer grandes proyectos. Ahora llega el final.
Por eso, no basta aprender a vivir con las limitaciones propias de la vejez ni es suficiente encontrar remedios para hacerla más o menos soportable, e incluso agradable. Llega la hora de la verdad. El momento de hacer un balance sereno de la vida y «despedirse» de este mundo con paz.
La vejez no es fácil, pero puede ser la gran oportunidad de culminar la vida positivamente. El verdadero creyente la vive como «tiempo de gracia». También en esa vejez está Dios como Amigo y Salvador. Es la gran oportunidad de terminar la vida apoyando nuestro ser débil y cansado en Él. Al final, sólo Dios puede consolar y salvar.
Quizás sea éste el paso decisivo que el anciano creyente ha de dar en lo secreto de su corazón: «Mi vida termina. Sólo en Dios puedo poner mi confianza. Él ha de ser ahora más que nunca mi Salvador.» Es el momento de rezar esos salmos que ningún creyente debiera ignorar: «No te acuerdes de los pecados y delitos de mi juventud» (Salmo 25); «Yo, por tu gran bondad, entraré en tu casa» (Salmo 5); «Al despertar, me saciaré de tu semblante» (Salmo 17).
L. Alonso Schókel en su libro Esperanza. Meditaciones bíblicas para la Tercera Edad (Sal Terrae, 1992), dice que, «como hay una llamada para vivir, hay una llamada para morir. También morir puede ser una vocación. » Llega un momento en que todos hemos de escuchar esa llamada final: «Entra en el gozo de tu Señor» (Mt 25, 21). Hoy, fiesta de la Ascensión de Jesús a la vida del Padre, puede ser bueno recordarlo.
Fraternalmente
Pbro. Luis Fernando Sotelo Anaya
Párroco