Carta del Párroco:
Cuando observamos que los años van deteriorando inexorablemente nuestra salud y que también nosotros nos vamos acercando hacia el final de nuestros días, algo se rebela en nuestro interior. ¿Por qué hay que morir si desde lo hondo de nuestro ser algo nos dice que estamos hechos para vivir?
El recuerdo de que nuestra vida se va gastando día a día sin detenerse, hace nacer en nosotros un sentimiento de impotencia y pena. La vida debería ser más hermosa para todos, más gozosa, más larga. En el fondo, todos anhelamos una vida feliz y eterna.
Siempre ha sentido el ser humano nostalgia de eternidad. Ahí están los poetas de todos los pueblos cantando la fugacidad de la vida, o los grandes artistas tratando de dejar una obra inmortal para la posteridad, o, sencillamente, los padres queriendo perpetuarse en sus hijos más queridos.
Aparentemente, hoy las cosas han cambiado. Los artistas afirman no pretender trabajar para la inmortalidad, sino sólo para la época. La vida va cambiando de manera tan vertiginosa que a los padres les cuesta reconocerse en sus hijos. Sin embargo, la nostalgia de eternidad sigue viva aunque, tal vez, se manifieste de manera más ingenua.
Hoy se intenta por todos los medios detener el tiempo, dando culto a la juventud y a lo joven. El hombre moderno no cree en la eternidad y, al mismo tiempo, se esfuerza por eternizar un tiempo privilegiado de su existencia. No es difícil ver cómo el horror al envejecimiento y el deseo de agarrarse a la juventud lleva a veces a comportamientos cercanos al ridículo.
Se ha hecho a veces burla de los creyentes diciendo que, ante el temor a la muerte, se inventan un cielo donde proyectan inconscientemente sus deseos de eternidad. Y apenas critica nadie ese neorromanticismo moderno de quienes sueñan inconscientemente con instalarse en una «eterna juventud».
Cuando el hombre busca eternidad, no está buscando establecerse en la tierra de una manera un poco más confortable y durar un poco más que en la actualidad. Lo que el hombre anhela no es perpetuar para siempre esa mezcla de gozos y sufrimientos, éxitos y decepciones que ya conoce, sino encontrar una vida de calidad definitiva que responda plenamente a su sed de felicidad.
El evangelio nos invita a «trabajar por un alimento que no perece sino que perdura dando vida eterna». El creyente es un hombre que se preocupa de alimentar lo que en él hay de eterno, enraizando su vida en un Dios que vive para siempre y en un amor que es «más fuerte que la muerte».
Fraternalmente
Pbro. Luis Fernando Sotelo Anaya
Párroco