18 febrero, 2024

La llamada a la conversión evoca casi siempre en nosotros el recuerdo del esfuerzo exigente y el desgarrón propio de todo trabajo de renovación y purificación. Sin embargo, las palabras de Jesús: «Convertíos y creed en la Buena Noticia», nos invitan a descubrir la conversión como paso a una vida más plena y gratificante.

El evangelio de Jesús nos viene a decir algo que nunca hemos de olvidar: «Es bueno convertirse. Nos hace bien. Nos permite experimentar un modo nuevo de vivir, más sano, más gozoso». Alguno se preguntará: Pero, ¿cómo vivir esa experiencia?, ¿qué pasos dar?

Lo primero es pararse. No tener miedo a quedarnos a solas con nosotros mismos para hacemos las preguntas importantes de la vida: ¿Quién soy yo? ¿Qué estoy haciendo con mi vida? ¿Es esto lo único que quiero vivir?

Este encuentro con uno mismo exige sinceridad. Lo importante es no seguir engañándose por más tiempo. Buscar la verdad de lo que estamos viviendo. No empeñamos en ocultar lo que somos y en parecer lo que no somos.

Es fácil que experimentemos entonces el vacío y la mediocridad. Aparecen ante nosotros actuaciones y posturas que están arruinando nuestra vida. No es esto lo que hubiéramos querido. En el fondo, deseamos vivir algo mejor y más gozoso.

Descubrir cómo estamos dañando nuestra vida no tiene por qué hundimos en el pesimismo o la desesperanza. Esta conciencia de pecado es saludable. Nos dignifica y nos ayuda a recuperar la autoestima personal. No todo es malo y ruin en nosotros. Dentro de cada uno está operando siempre una fuerza que nos atrae y empuja hacia el bien, el amor y la bondad.

La conversión nos exigirá, sin duda, introducir cambios concretos en nuestra manera de actuar. Pero la conversión no consiste en esos cambios. Ella misma es el cambio. Convertirse es cambiar el corazón, adoptar una postura nueva en la vida, tomar una dirección más sana.

Todos, creyentes y no creyentes, pueden dar los pasos hasta aquí evocados. La suerte del creyente es poder vivir esta experiencia abriéndose confiadamente a Dios. Un Dios que se interesa por mí más que yo mismo, para resolver no mis problemas sino «el problema», esa vida mía mediocre y fallida que parece no tener solución. Un Dios que me entiende, me espera, me perdona y quiere yerme vivir de manera más plena, gozosa y gratificante.

Por eso el creyente vive su conversión invocando a Dios con las palabras del salmista: «Ten misericordia de mí, oh Dios según tu bondad. Lávame afondo de mi culpa, limpia mi pecado. Crea en mí un corazón limpio. Renuévame por dentro. Devuélveme la alegría de tu salvación» (Salmo 50). La Cuaresma puede ser un tiempo decisivo para iniciar una vida nueva.

Fraternalmente

Pbro. Luis Fernando Sotelo Anaya

Párroco


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