16 junio, 2021

Lo que más se opone a la fe no son las dudas e interrogantes que pueden nacer sinceramente en nosotros sino la indiferencia y la superficialidad de nuestra vida.

El que busca sinceramente a Dios, se ve envuelto más de una vez en oscuridad, duda o inseguridad. Pero si busca a Dios, hay en él un deseo de creer que no queda destruido por la duda, el cansancio, la oscuridad ni el propio pecado.

No olvidemos que la fe no se reduce a unas convicciones que nos han inculcado desde niños o a una visión de la vida que todavía defendemos.

El que cree de verdad no se queda en las fórmulas ni en los conceptos. No descansa en las palabras. Sencillamente, busca a Dios.

Por eso, el gran enemigo de la fe es la indiferencia. Ese rehuir constantemente el gran interrogante de la existencia. Ese cerrar los oídos a toda llamada o invitación que se nos hace a buscar la verdad.

Cuántos escepticismos teóricos y planteamientos doctrinales sólo encierran insensibilidad, apatía y temor a una búsqueda sincera y noble.

Nuestra fe se debilita, no cuando dudamos en nuestra búsqueda y deseo de Dios, sino cuando nos apartamos de El. Así dice San Agustín: “Cuando te apartas del fuego, el fuego sigue dando calor, pero tú te enfrías. Cuando te apartas de la luz, la luz sigue brillando, pero tú te cubres de sombras. Lo mismo ocurre cuando te apartas de Dios».

Cuando uno vive con el deseo sincero de encontrar a ese Dios, cada oscuridad, cada duda o cada interrogante puede ser un punto de partida hacia algo más profundo, un paso más para abrirse al misterio.

Todo esto no es fácil de entender cuando vivimos en la corteza de nosotros mismos, atrapados por mil cosas y embotados para todo aquello que no sea llenar nuestros bolsillos y nuestras ambiciones.

Por eso nuestra fe crece, no cuando hablamos o discutimos de «cuestiones de religión», sino cuando sabemos limpiar nuestro corazón de tantas ataduras y murmurar calladamente esa oración de los discípulos: «Señor, aumenta nuestra fe».

Cuando oramos así, no estamos buscando más seguridad en nuestras convicciones creyentes sino un corazón más abierto a Dios.

P. Fernando Sotelo Anaya.