15 septiembre, 2024

A veces creemos que “la cruz” que predica el cristianismo resulta hoy absurda y escandalosa porque vivimos en una sociedad hedonista que sólo entiende de placer y bienestar.

Nada más lejos de la realidad. La predicación cristiana de la cruz ha sido escandalosa desde el comienzo. Ya San Pablo escribía con lucidez y realismo: “Mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos un Mesías crucificado que resulta escándalo para los judíos y locura para los paganos “.

 Los evangelios recuerdan incluso las reacciones de los discípulos tratando de corregir a Jesús cuando les habla de su fracaso final y de su crucifixión. Pedro llegará a escuchar de su boca esas duras palabras: “¡Quítate de mi vista, Satanás! Tú piensas como los hombres, no como Dios”.

 Lo que pensamos los hombres está claro. Desde una actitud típicamente judía, nosotros le seguimos pidiendo a la vida “señales”, es decir, signos claros de que las cosas marchan bien, resultados, éxito, eficacia. No sabemos qué pensar ni qué decir ante el fracaso, el sufrimiento inútil, la vejez o la enfermedad.

 Por otra parte, desde un espíritu marcadamente griego, seguimos buscando siempre y en todo “lógica”, coherencia, racionalidad. Y cuando nos tropezamos con el sinsentido de la desgracia o el absurdo de la muerte quedamos desconcertados y sin habla.

 Es desalentador ver cómo una sociedad que va alcanzando logros científicos y tecnológicos insospechados no tiene ningún mensaje esperanzador que comunicar al minusválido, a la madre que ha perdido a su hijo o al joven que muere corroído por el cáncer.

 Hablamos de “sociedad del bienestar”, de “calidad de vida”, de “progreso tecnológico”, pero ¿a dónde puede dirigir su mirada el desahuciado que sufre sin remedio, la mujer abandonada por su esposo amado, el anciano abatido por los años? ¿Qué sentido tiene la vida crucificada de tantos hombres y mujeres o el fracaso de tantas empresas y revoluciones amasadas con sufrimiento y sangre?

 En el Crucificado no hay poder ni éxito, no hay salud ni vigor, no hay lógica ni sabiduría. Sólo hay un “amor crucificado” humilde, discreto, insondable hacia el ser humano. Ante el Crucificado, o se termina toda nuestra fe en Dios o nos abrimos a una manera nueva y sorprendente de comprender el misterio de Dios y el misterio último de nuestra vida.

 Dios no salva con su poder, ahorrándonos sufrimientos y penalidades, rompiendo las leyes de la naturaleza o cambiando el rumbo de los acontecimientos. Salva con su amor, encarnándose en nuestra impotencia y sufrimiento, y conduciendo secretamente nuestra existencia hacia la vida y la resurrección.

 Un Dios crucificado resulta absurdo, pero ¿no es el único Dios que puede ofrecer esperanza a nuestra vida caduca y doliente?

Fraternalmente

Pbro. Luis Fernando Sotelo Anaya

Párroco