Carta del Párroco:
Los médicos no le ocultaron la verdad. El diálogo que mantuvo con uno de ellos al despertar de la operación fue breve, pero claro: «¿Habéis podido hacer algo?» «No.» «¿Será doloroso?» «No necesariamente.» «¿Será un proceso largo?» «No.» Desde ese momento, El P. Valencia, párroco de Caborca, sabía que le quedaba muy poco tiempo de vida.
No es fácil hablar con un hombre que conoce ya su final. Todo se vuelve más serio. No se puede conversar ligeramente sobre cualquier cosa. Con el Sacerdote me resultó diferente. Era él quien hablaba con paz de su muerte ya próxima. «Fernando, ahora tengo que vivir lo que tantas veces he predicado a otros.» Cuando entré en su habitación, estaba siguiendo en el televisor la transmisión de la misa dominical, pero él lo veía ya todo con ojos diferentes: «Cuántas cosas decimos los cristianos. Lo importante no es hablar sino creer.»
Los médicos acertaron en su pronóstico. La vida de Jesús se fue apagando en pocas semanas. Llegado el momento, quiso recibir el sacramento de la unción y despedirse de esta vida confesando su fe en el Dios vivo de Jesucristo. Difícilmente olvidaré la tarde de ese siete de febrero. El Padre, incorporado sobre el lecho; a su alrededor, sus familiares, amigos y sacerdotes. Aquello no era un rito forzado, realizado de forma precipitada y nerviosa en los últimos instantes. Era una celebración honda de fe en la que todos orábamos y cantábamos acompañando al enfermo.
Al comenzar la liturgia, El Hermano Scaerdote nos hizo un gesto para que lo escucháramos, y con voz ya bastante apagada fue recordando momentos oscuros de su vida y momentos llenos de luz. Dio gracias a Dios y pidió perdón. Con palabras muy meditadas, sin duda, dijo así: «Soy un pecador, pero un pecador que cree en Dios y que pide su perdón.» Se le veía vivir cada gesto con fe intensa. Al final, quiso darnos a cada uno el abrazo de paz. Era difícil contener las lágrimas. Sólo él nos miraba con agradecimiento y paz.
Terminada la celebración, quiso quedarse solo en su habitación. Necesitaba estar a solas con Dios. Cuando me acerqué a despedirlo, le pedí que me dejara escribir un día sobre lo vivido aquella tarde junto a él. Enseguida comprendí lo inoportuno de mis palabras. Jesús ya no pensaba en esta vida; su corazón estaba en otro lugar: «Haz lo que quieras. Yo no estaré aquí.»
Hoy son pocos los que mueren así. Por lo general, enfermos, familiares y amigos preferimos engañarnos unos a otros. No nos atrevemos a ayudar al enfermo a vivir el final de su vida sostenido por el consuelo de la fe en Dios. Podemos, sin duda, justificar de muchas maneras nuestra actitud. Por otra parte, la trayectoria de cada persona es diferente. Pero a veces olvidamos que la fe no es sólo para orientar esta vida, sino «para que todo el que crea en El tenga vida eterna» (Juan 3, 16). A mí me gustaría despedirme de este mundo como este joven párroco.
P. Fernando Sotelo Anaya