7 abril, 2019

Carta del Párroco

En el interior de toda sociedad encontramos modelos de conducta que, explícita o implícitamente, configuran el actuar y el ser del hombre. Son modelos que determinan en gran parte nuestra manera de pensar, actuar y vivir.

Pensemos solamente en la ordenación jurídica de nuestra sociedad. La convivencia social está regulada por una determinada estructura legal que depende, sin duda, de una determinada concepción del hombre.

Incluso en la moderna sociedad pluralista es necesario llegar a un acuerdo o consenso que haga posible la convivencia. Entonces, se va configurando un ideal jurídico de ciudadano, portador de unos derechos y sujeto de unas obligaciones. Y es este ideal jurídico el que se va imponiendo con fuerza de ley en la sociedad.

Pero esta ordenación legal necesaria, sin duda, para la convivencia social, no puede llegar a comprender de manera adecuada la vida concreta de cada hombre y cada mujer en toda su complejidad, su fragilidad y su misterio.

La ley tratará de medir con justicia a cada hombre, pero difícilmente puede tratarlo en cada situación como un ser concreto que vive y padece su propia existencia de una manera única y original.

Por eso, aunque la ley sea justa, su aplicación puede ser injusta sino se atiende a cada hombre y cada mujer en su situación personal única e irrepetible.

¡Qué cómodo es juzgar a las personas desde criterios seguros! Hay hombres de bien y gente indeseable.

Personas de solvencia y hombres «con antecedentes penales». Bienhechores de la sociedad y malhechores…

Qué fácil y qué injusto apelar al peso de fa ley para condenar a tantas personas marginadas, incapacitadas para vivir integradas en nuestra sociedad, conforme a la «ley del ciudadano ideal» (hijos sin verdadero hogar, jóvenes delincuentes de barrio, vagabundos analfabetos, drogadictos sin remedio, ladrones sin posibilidad de trabajo, prostitutas sin amor alguno, esposos fracasados en su amor matrimonial…).

Frente a tantos enjuiciamientos y condenas fáciles, Jesús nos invita a no condenar fríamente a los demás desde la pura objetividad de una ley, sino a comprenderlos desde nuestra propia conducta personal.

Antes de arrojar piedras contra nadie, hemos de saber juzgar nuestro propio pecado. Quizás descubramos entonces, que lo que muchas. personas necesitan no es la condena de la ley sino que alguien las ayude y les ofrezca una posibilidad de rehabilitación.

Lo que la mujer adúltera necesitaba no eran piedras sino una mano amiga que la ayudara a levantarse.

Pbro. Luis Fernando Sotelo Anaya
Párroco